Tomado de Lecturalia: Víctor Miguel Gallardo el 2 de Mayo de 2010 en Actividades, Literatura
Sí, la bibliocastia (quema de libros) y la destrucción de bibliotecas (muy habitualmente mediante incendios provocados) ha existido desde prácticamente la invención de la escritura. Existen diferentes razones para querer borrar de la faz de la tierra documentos o los edificios que los contienen, siendo las más importantes las ideológicas, ya sean de índole política o religiosa. También, en ocasiones, se han destruido bibliotecas durante motines sociales, no del todo por error pero sí sin intencionalidad específica en el acto en sí.
Los egipcios fueron de los primeros en practicar con suma perfección el arte de la “destrucción de pruebas”. Salvando las distancias, fueron unos expertos en reescribir la historia: era tan sencillo como coger un punzón y borrar todas las referencias a tal o cual rey en muros de templos y palacios. Así, de algunos faraones no quedó, para la posteridad, ni el nombre (afortunadamente gracias a la arqueología hemos podido recrear reinados enteros, salvando del olvido a tantos y tantos desafortunados monarcas). Un ejemplo claro fue el de Amenhotep IV, más conocido como Akenatón, que tras impulsar el culto al dios Atón, prohibió el de Amón. Muchos historiadores cristianos llegaron a afirmar que Akenatón estaba, realmente, convirtiendo la religión egipcia en una religión monoteísta, y la cultura popular del siglo XX (a través de novelas y películas) ha afianzado esta percepción en el público. Nada más lejos de la realidad: la reforma de Akenatón respondía más a cuestiones políticas (acabar con el poder que detentaban los sacerdotes de Amón, entre otras muchas reformas) que religiosas. Muerto Akenatón, murió también su memoria.
Los romanos perfeccionaron esta técnica hasta límites insospechados, e incluso le dieron un nombre, el de damnatio memoriae (“destrucción de la memoria”), algo que el Senado podía determinar. Muchos fueron, incluso, los emperadores afectados (entre ellos los conocidos Calígula, Nerón, Domiciano o Cómodo), lo cual convertía en imperativo (aparte de la prohibición de pronunciar su nombre en público) la destrucción de todo documento u objeto que le hiciesen referencia, ya fueran documentos escritos (incluyendo inscripciones, poesía, textos históricos o simples actas contables), artísticos (pinturas o esculturas) o incluso monedas. Afortunadamente, y hablando de los libros, la existencia de varias copias ha permitido que conozcamos en mayor o menor grado la vida y obra de estos emperadores.
En la Edad Media, imperando el Cristianismo en Europa occidental, se satanizaron todos aquellos escritos que no estuvieran sujetos a lo que el Papado y la Iglesia consideraban adecuado. Era habitual entonces la quema de libros y documentos de gran valor por el simple hecho de haber sido escritos por paganos. Aunque hubo mecenas (como, sin ir más lejos, Alfonso X el Sabio) que impulsaron la traducción de obras árabes y judías de índole científica, lo habitual era que estos libros fueran destruidos. Ya no es que todo lo que sonara a Ciencia resultara inadecuado para la Iglesia: se destruyeron miles de documentos sin pararse a pensar siquiera en su contenido simplemente porque estaban escritos en un idioma ininteligible o porque tenían ilustraciones que podían recordar a prácticas prohibidas. Por ejemplo, un compendio de hierbas en árabe podía fácilmente ser identificado, a los ojos del clérigo de turno, como un libro con recetas de pociones mágicas; un tratado de geometría, en cambio, podía representar fórmulas arcanas y satánicas.
Ya en el siglo XX, hay que recordar la quema de libros escritos por judíos e izquierdistas durante el III Reich alemán, algo que el régimen militar chileno repitió treinta años después. Durante la Guerra de los Balcanes las tropas serbias destruyeron la Biblioteca Nacional de Sarajevo, un edificio sin valor estratégico ni militar pero que era un símbolo de integración en Bosnia, acabando con cientos de miles de volúmenes atesorados allí durante siglos. Al respecto del primero de estos hechos, es célebre la frase de Sigmund Freud al conocer que sus libros estaban siendo destruidos en Austria y Alemania:
¡Cuánto ha avanzado el mundo! ¡En la Edad Media me habrían quemado a mí!
Freud, que murió en el exilio en 1939, no podía saber cuando exclamó esto que, desgraciadamente, los nazis no se conformaron con erradicar la cultura germano-judía de las bibliotecas del país.
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