martes, 18 de mayo de 2010

Escritores y drogas, ¿amigos para siempre?


Tomado de Lecturalia,Gabriella Campbell, el 18 de Mayo de 2010.

Existe un estereotipo, basado sobre todo en el escritor postromántico de finales del XIX y principios del XX, de escritor bohemio, cuya inspiración primordial aparece en momentos de abuso de diversas sustancias: sean éstas alcohólicas o alucinógenas (o ambas). Si bien nuestro sobrio (o por lo menos más sobrio que los locos años de la revolución sexual del XX, por ejemplo) nuevo siglo se llena de escritores que no dudan en afirmar que el uso de estupefacientes y alcohol no hacen sino entorpecer su trabajo (es interesante para esto leer el fantástico artículo de The Guardian, reseñado en Lecturalia, donde diversos grandes autores del momento daban sabios consejos para escribir: entre estos uno de los que más se repetía era el de mantener una férrea disciplina y evitar este tipo de embriaguez). Sin embargo, a día de hoy, el fastidio universal, ese spleen que atormentaba a los poetas malditos de fin de siglo, se ha convertido en una continuación del aburrimiento por la constante novedad, una habituación al cambio que se traduce en enfermedades diagnosticadas: depresión, ansiedad, manía. El opio y el hachís de los fumaderos bohemios evoluciona al Prozac y el Tranxilium. El heroinómano de hoy es un ser despreciado, marginal, pero el escritor dopado con antidepresivos es un superviviente más al fatal acto de la vida con o sin talento.

Más allá de esta necesidad de combatir el sehnsucht surgen aquellos que descubren nuevos caminos a través de las drogas alucinógenas. Tal vez uno de los más conocidos sea Philip K. Dick, que dedicó varias de sus obras, clasificadas habitualmente dentro de la ciencia ficción, al uso y abuso del LSD y derivados (léase, sin ir más lejos, sus novelas anteriores a 1970, que él mismo admitió haber escrito bajo los efectos de anfetaminas). Aldous Huxley escribió la influyente Las puertas de la percepción (que ha trascendido a diversos aspectos de la cultura actual, desde la música de The Doors a las películas de Stanley Kubrick) bajo los efectos de la mescalina. Y acercándonos aun más a nuestros días, encontramos a los herederos de los estadounidenses revolucionarios como Kerouac y compañía, y a los nuevos adalides del realismo sucio, como puede ser el archiconocido escocés Irvine Welsh, cuya obra más célebre, Trainspotting, se adaptó con gran éxito al cine. Las obras de Welsh, tanto la propia Trainspotting como Acid House o Éxtasis, centran sus argumentos alrededor de personajes adictos a diversas sustancias, y lo hacen de manera muy poco romántica; sus obras son más bien un estudio de determinado segmento de la población obrera que una apología o acusación contra las drogas. Además de múltiples “experimentos” mediante los cuales los escritores usan ácido, setas, pegamento o cualquier material alucinógeno para crear nuevas formas literarias, sin duda el compañero favorito de los autores es el alcohol. La absenta, el bourbon o el vino influyeron de manera potente en el mundo autorial: desde Edgar Alan Poe hasta Bukowski o Hemingway (quien llegó a afirmar que “un hombre no existe hasta que está borracho”). Podemos llegar a preguntarnos si estos autores hubieran dejado muestras literarias tan fantásticas de haber vivido una vida sobria y abstemia, o si su compañero de viaje acabó destruyéndolos sin dejarles alcanzar una genialidad superior que tal vez habrían tenido de habérselo dejado por el camino.

domingo, 2 de mayo de 2010

Quemar libros y bibliotecas, una afición atemporal

Tomado de Lecturalia: Víctor Miguel Gallardo el 2 de Mayo de 2010 en Actividades, Literatura

Sí, la bibliocastia (quema de libros) y la destrucción de bibliotecas (muy habitualmente mediante incendios provocados) ha existido desde prácticamente la invención de la escritura. Existen diferentes razones para querer borrar de la faz de la tierra documentos o los edificios que los contienen, siendo las más importantes las ideológicas, ya sean de índole política o religiosa. También, en ocasiones, se han destruido bibliotecas durante motines sociales, no del todo por error pero sí sin intencionalidad específica en el acto en sí.

Los egipcios fueron de los primeros en practicar con suma perfección el arte de la “destrucción de pruebas”. Salvando las distancias, fueron unos expertos en reescribir la historia: era tan sencillo como coger un punzón y borrar todas las referencias a tal o cual rey en muros de templos y palacios. Así, de algunos faraones no quedó, para la posteridad, ni el nombre (afortunadamente gracias a la arqueología hemos podido recrear reinados enteros, salvando del olvido a tantos y tantos desafortunados monarcas). Un ejemplo claro fue el de Amenhotep IV, más conocido como Akenatón, que tras impulsar el culto al dios Atón, prohibió el de Amón. Muchos historiadores cristianos llegaron a afirmar que Akenatón estaba, realmente, convirtiendo la religión egipcia en una religión monoteísta, y la cultura popular del siglo XX (a través de novelas y películas) ha afianzado esta percepción en el público. Nada más lejos de la realidad: la reforma de Akenatón respondía más a cuestiones políticas (acabar con el poder que detentaban los sacerdotes de Amón, entre otras muchas reformas) que religiosas. Muerto Akenatón, murió también su memoria.

Los romanos perfeccionaron esta técnica hasta límites insospechados, e incluso le dieron un nombre, el de damnatio memoriae (“destrucción de la memoria”), algo que el Senado podía determinar. Muchos fueron, incluso, los emperadores afectados (entre ellos los conocidos Calígula, Nerón, Domiciano o Cómodo), lo cual convertía en imperativo (aparte de la prohibición de pronunciar su nombre en público) la destrucción de todo documento u objeto que le hiciesen referencia, ya fueran documentos escritos (incluyendo inscripciones, poesía, textos históricos o simples actas contables), artísticos (pinturas o esculturas) o incluso monedas. Afortunadamente, y hablando de los libros, la existencia de varias copias ha permitido que conozcamos en mayor o menor grado la vida y obra de estos emperadores.

En la Edad Media, imperando el Cristianismo en Europa occidental, se satanizaron todos aquellos escritos que no estuvieran sujetos a lo que el Papado y la Iglesia consideraban adecuado. Era habitual entonces la quema de libros y documentos de gran valor por el simple hecho de haber sido escritos por paganos. Aunque hubo mecenas (como, sin ir más lejos, Alfonso X el Sabio) que impulsaron la traducción de obras árabes y judías de índole científica, lo habitual era que estos libros fueran destruidos. Ya no es que todo lo que sonara a Ciencia resultara inadecuado para la Iglesia: se destruyeron miles de documentos sin pararse a pensar siquiera en su contenido simplemente porque estaban escritos en un idioma ininteligible o porque tenían ilustraciones que podían recordar a prácticas prohibidas. Por ejemplo, un compendio de hierbas en árabe podía fácilmente ser identificado, a los ojos del clérigo de turno, como un libro con recetas de pociones mágicas; un tratado de geometría, en cambio, podía representar fórmulas arcanas y satánicas.


Ya en el siglo XX, hay que recordar la quema de libros escritos por judíos e izquierdistas durante el III Reich alemán, algo que el régimen militar chileno repitió treinta años después. Durante la Guerra de los Balcanes las tropas serbias destruyeron la Biblioteca Nacional de Sarajevo, un edificio sin valor estratégico ni militar pero que era un símbolo de integración en Bosnia, acabando con cientos de miles de volúmenes atesorados allí durante siglos. Al respecto del primero de estos hechos, es célebre la frase de Sigmund Freud al conocer que sus libros estaban siendo destruidos en Austria y Alemania:

¡Cuánto ha avanzado el mundo! ¡En la Edad Media me habrían quemado a mí!

Freud, que murió en el exilio en 1939, no podía saber cuando exclamó esto que, desgraciadamente, los nazis no se conformaron con erradicar la cultura germano-judía de las bibliotecas del país.